miércoles, 16 de mayo de 2012

La potestad de la memoria

La luz del intercomunicador titilaba en la oficina, pero Eduardo se encontraba demasiado concentrado analizando la agenda del día siguiente como para que otro estímulo desviara su atención.

El cronograma detallaba tres reuniones con diferentes productoras que habían sido convocadas para filmar el nuevo comercial de su agencia de publicidad; y una cena con los directivos de una empresa informática multinacional, que, apenas instalada en el país, había decidido sin vacilaciones contratar los servicios creativos de su empresa.

A través de las paredes translúcidas, su secretaria podía ver cómo el teléfono de Eduardo jamás sería atendido. Luego de unos instantes, inspiró profundamente y se dirigió hacia la oficina de su jefe. Tras dos tímidos golpes a la puerta, Eduardo, con el movimiento de su mano derecha, la invitó a pasar.

La oficina tenía más metros cuadrados que los que ella alguna vez podría animarse a soñar para su casa. Sobre la alfombra artesanal marroquí que cubría la totalidad del piso, descansaba el escritorio en forma de “L” con tapas de cristal y bases combinadas de aluminio y cromado. Detrás del mismo, un estante lleno de trofeos de festivales publicitarios recorría toda la pared que daba a la calle. El resto de la oficina estaba lleno de aire, denso e intimidante.

Eduardo destilaba la imagen de una persona que rendía diariamente exámenes ante la corte suprema de la pulcritud. Vestía un traje Brioni hecho a medida que combinaba sobriamente con sus zapatos Testoni. Sus 50 años parecían esconderse detrás de una mirada carente de arrugas, y  de un pelo brilloso y abundante que se asemejaba al de un recién nacido. Sus ojos marrones, llenos de vigor y confianza, atemorizaban sin intención a quienes se animasen a mirarlos directamente.

-Disculpe señor. Ya son las ocho. El chofer lo está esperando abajo – murmuró Estela asomando su cabeza por la puerta.
-Tres productoras son demasiado y ya tengo decidido lo que quiero. Dígale a los de Martínez que no vengan, que estamos buscando un estilo diferente –dijo Eduardo sin levantar la cabeza de su agenda.
- Desde luego, ¿algo más señor? –preguntó Estela.
-Eso es todo Estela. Nos vemos mañana.
-Hasta mañana señor, buenas noches -dijo Estela cerrando la puerta.

El Rolls Royce Phantom parecía levitar sobre la autopista. La ausencia de sonido se veía alterada raramente por los avisos de “zona peligrosa” del GPS, ante los cuales Eduardo y el chofer permanecían inmutables. El automóvil cruzó un peaje, para luego girar a la derecha y adentrarse en un barrio de calles de adoquines. Hileras de pinos enmarcaban las calles acompañadas por imponentes mansiones a sus costados. El chofer volvió a girar para ingresar en una calle donde esta vez, los pinos parecían achicarse y rendirse ante el imponente portón de hierro donde la misma desembocaba.

Allí se detuvo el auto. Eduardo, tomó el control remoto y el portón comenzó a abrirse. Un jardín decorado con fuentes renacentistas marcaba el camino hacia la entrada de la casa.
Voy a cargar nafta y regreso a buscarlo señor –dijo el chofer mientras Eduardo descendía del automóvil.
-¿Buscarme? – preguntó confundido.
-Sí señor. A las 22 hs. debemos pasar por lo de la señorita Varela. Ha quedado con ella para ir al cine esta noche –insistió el chofer.
-Lo espero entonces –dijo Eduardo confundido mientras esperaba que el chofer abandonase la casa para cerrar el portón.

Dirigiéndose con paso lento hacia el hall de entrada, Eduardo caminaba disgustado consigo mismo por haber olvidado dicho evento. No por lo que éste implicaba, sino porque de lo único que se fiaba en su vida era de su propia memoria. Tan presente tenía el tema de la desconfianza, que todo el personal que trabajaba en su casa lo hacía solo los fines de semana durante su presencia. Y el chofer, que era el único con el que tenía contacto cotidiano, era supervisado bajo su atenta mirada cada vez que ingresaba o salía de la propiedad. Pero esta vez, era su propio cerebro el que lo había traicionado.

La señorita Varela, era la Directora Ejecutiva de una empresa de telecomunicaciones, a quién Eduardo había conocido en una reunión de negocios. Luego del fallecimiento de su esposa, él había encontrado en esta mujer cautivante e independiente, una compañera ideal con la cual sostenía una relación amorosa sin compromisos.

Ya dentro de la casa, Eduardo se dirigió hacia la ducha para alistarse para la salida. Bajo el chorro de la misma, volvió a cuestionarse su falta de memoria y a dudar de si se trataba de un simple hecho aislado, o si en verdad los años le estaban empezando a pasar factura. Comenzó a testearse a sí mismo, desafiando a su mente y analizando las probables conclusiones que devendrían de la salida con la señorita Varela.
Pensó que al irla a buscar, ella estaría luciendo un vestido espléndido que lo dejaría perplejo. Pensó que en el cine ella elegiría una película inteligente con final abierto, que daría paso a un largo debate en una posterior cena en un restaurant ostentoso. Pensó que esto concluiría con los dos teniendo relaciones para finalmente dormir juntos en la casa de ella, aunque al día siguiente, él se retiraría antes de que la señorita Varela despertase.
Pensó en el carácter predecible de las cosas y el pasado lo invadió con nostalgia.

Entonces, comenzó a reflexionar sobre Cecilia, su difunta esposa, y su pasado junto a ella. Que a la hora de ir al cine, se quedaría dormida en el mismo instante del inicio de la película, y que, al concluir el film, él inventaría cualquier argumento descabellado al cual ella siempre respondería con una sonrisa. Pensó que ella no iría a un restaurante ostentoso y que comerían cualquier menú improvisado, priorizando que ella terminase sus asuntos laborales y caseros pendientes. Pensó que no luciría un vestido espléndido, sino que se calzaría el pijama que tuviese a mano y se pondría como siempre, sus pantuflas rosas de peluche. Se concentró en el sexo y recordó que ya nunca volvería a sentir la magia de su piel. Pensó en el día siguiente, y recordó cómo por nada del mundo, hubiese elegido levantarse sin decirle adiós.

La luz del portero eléctrico titilaba. Eduardo, jamás atendería.





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